25 de junio de 2009

Cinco años no es nada


A los cinco años me mudé con mi pequeño hermano Alejo y mis padres a la localidad de Luis Guillón, en zona sur. Por cuestiones de de comodidad, comencé preescolar en un jardín cercano a la casa de mis abuelos maternos, quienes me cuidaban a diario. En ese establecimiento perduré hasta noveno año. De esa experiencia hay pocos aspectos positivos que resaltar, pero sí muchas anécdotas inverosímiles. En preescolar el cuadro empeoró notablemente. No solo que no me adapté al jardín, sino que además había grandes diferencias con el jardín anterior. Era la única niña que sabia leer y escribir. No aspiraba a ser princesa ni muchos menos pretendía parecerme a Barby, no me gustaba jugar a la mamá ya mis aspiraciones eran de otra índole, y no me interesaba personificar a la hada madrina en un acto escolar. Agravando un poco más el asunto, mi mamá no quería que yo siga leyendo, ya que le parecía poco pedagógico que me adelantara algunas etapas con respecto a mis compañeritos. Esta situación provocaba que mi abuela me enseñara a escondidas, que mi mamá se diera cuenta y la retara, y mientras tanto, yo aprendía y me aburría. Esto derivaba en mal humor, peleas y pellizcazos con mis compañeros. Será por todo lo anterior, o por otras circunstancias que no recuerdo, pero en preescolar le ordené a mí maestra a que se perfeccionara en sus estudios, ya que no me gustaban sus clases. Pero a fin de año se presentó una oportunidad que no debía dejar pasar. Los niños que sabían leer, leerían un absurdo cuento, que aún conservo, acerca de un rey que vivía en un país no tan lejano. Dentro de mí sentí que por primera vez tenía una situación para mostrarme y sentirme integrada, ya que mi actitud no era muy convencional teniendo en cuenta mi edad. Sin embargo, mi compañerita de ojos azules y cabellos rubios leyó el cuento en un enorme gimnasio. Obviamente, ese día llegué a mi casa llorando sin entender porque ella había leído un cuento que yo creía leer mucho mejor.